jueves, 13 de abril de 2006

Dioses



Nací en tierra de béisbol, pero lo que no se manosea, no se quiere. Me sedujo el basket. Crecí escuchando las historias de proezas de los peloteros en el estadio La Cabaña del barrio Manga, en Cartagena de Indias. Colombia fue Campeón mundial de béisbol dos veces (1947 y 1965) cuando en este país no se ganaba nada. El béisbol nos enseñó a ganar.

Me llevaron de la mano a ver el partido final de la serie mundial de 1965 entre Colombia y México. El estadio 11 de Noviembre, en el barrio Olaya Herrera, hervía. Isidro Herrera, el lanzador, un jovencito de 17 años, le ganó a México y se convirtió en leyenda. Isidro es de los pocos héroes vivos que quedan en este país. Usted se lo puede encontrar en cualquier esquina de Cartagena cogiendo brisa. A mí se me eriza la piel cada vez que lo veo.

En el béisbol hay una posición para dioses: el lanzador. Es el único que verdaderamente se enfrenta al otro equipo mientras que los demás miran. Siempre está trabajando con la máxima intensidad (esfuerzo neuromuscular), pensando, usando la razón. En cada lanzamiento, frente a 60.000 fanáticos, debe pensar en toda la estadística y el perfil psicológico de cada uno de los peloteros del otro equipo. Debe tener control y ubicación con respecto a sus compañeros, debe estar pendiente de las señas que hacen sus técnicos desde la cueva. Entonces, tiene que encadenar todo eso con un silencioso plan para escoger el lanzamiento específico que irá a una velocidad aproximada entre 80, 100 o más millas por hora.

Cuando usted está jugando baloncesto y recibe el balón, después de desmarcarse, prepara el ataque, escoge finta, hace una salida por la izquierda, dribla, hace un cambio del balón de la mano izquierda a la derecha y en un doble ritmo, con un tiro corto, encesta dos puntos, usted es el mejor pitcher del mundo. Un gran operador racional

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